lunes, 15 de noviembre de 2010

Hasta pronto

Añoraba sus ojos profundos, su sonrisa sincera y sus cartas con una letra ilegible, excepto para ella. Echaba de menos los brazos que la sostenían y le servían de abrigo en las noches de invierno. Necesitaba que le diera otra vez esos besos suaves y que le susurrara aquellas palabras que tanto le gustaba oír. Incluso, echaba de menos las peleas, sobre todo, porque las reconciliaciones siempre eran lo mejor. Necesitaba muchas cosas y no tenía ninguna.
Hasta que llegaba la noche. Lentamente, se acurrucaba entre las sábanas, abrazaba esa fría almohada y, mientras lágrimas saladas resbalaban por sus mejillas, cerraba los ojos sabiendo que cuando el sueño se dignara a aparecer al fin, él iría a su encuentro. Viviría de nuevo cada instante a su lado y, al menos por unas horas que a ella le parecían segundos, no le echaría de menos.
Pero despertaba, y odiaba hacerlo. Abría los ojos en esa cama en la que sólo veía su ausencia, la ausencia de todo lo que él era y de todo lo que ella necesitaba.
Hasta que llegó el día en que no pudo más. Veía vacío en cada esquina y eso era insoportable. Así que no lo dudó, corrió y corrió hasta el lugar en el que podía estar más cerca de él.
Se asomó al acantilado. Ahora, sólo el mar los separaba. Respiró el aire fresco y, esta vez despierta, recordó cada instante a su lado.
En la isla vecina, él, sentado al borde de un acantilado, hacía lo mismo. Y ella lo sabía.
Sonrieron. Se verían pronto. No se echarían más de menos. 


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