Resulta extrano ver cómo, de un momento a otro, sin previo aviso, los recuerdos deciden acumularse y golpearte en plena cara con toda su fuerza. Recuerdos de hace tanto que has sido incapaz de contar los días, pero recuerdos de algo que, al fin y al cabo y, por mucho que trates de evitarlo, fue real. Tan real como que ahora te encuentras ahí, frente a ellos, leyendo esas estúpidas cartas que creiste haber despedazado por completo. Repasando cada punto y cada coma y reviviéndolas poco a poco porque, sí, te sabías de memoria cada espacio y cada bonita curva de esa caligrafía tan redondeada.
Y es que hay recuerdos que, sin remedio, teletransportan. Que hacen que se te ponga la piel de gallina como se te puso en el momento que los viviste por primera vez, que la respiración se entrecorte y que, aunque ese estúpido nudo en el estómago no desaparezca, son recuerdos que siempre acabarán por sacarte una sonrisa.
Y lo supo. En el momento en que leyó aquel punto y final de la última de las cartas supo que no quería que éstas acabaran como el resto. No quería acabar con ellas, terminar con la historia. Era inevitable porque, por mucho que se empeñara en convertir aquellas páginas del libro en meras hojas en blanco, se conocía a ella misma y tenía claro que, en su interior, cada coma, cada palabra, cada abrazo o cada respiración entrecortada junto con una sonrisa tímida estaban ahí, perfectamente. Como si se tratase del primer día.
Nunca entendería cómo alguien así había llegado a convertirse en el motivo de todos y cada uno de sus suspiros, a pesar de que llevara ya bastante tiempo sin suspirar.
Nunca entendería cómo alguien así había llegado a convertirse en el motivo de todos y cada uno de sus suspiros, a pesar de que llevara ya bastante tiempo sin suspirar.