Yo fui aquella que caminó más deprisa por permanecer a tu lado, la que corría si era necesario en busca de una de tus sonrisas, y la que soñaba despierta con cada carrera.
A pesar de que no lo sepas, aunque ni tan siquiera lo imagines, cada uno de mis suspiros tenía nombre propio, al igual que cada lágrima. Ese día en el que te dije que no te alejaras de mi lado pretendía que me abrazaras con fuerza y me susurraras al oído que no te moverías un ápice. Y ese otro en que prometí no olvidarte, lo hice mucho más en serio de lo que hasta yo misma creía.
Y, aunque no pienses que esto va dirigido a ti, he de decirte que, desde esa tarde de helado de chocolate y bromas, empecé a darme cuenta de que no eres esa clase de persona que pasa por mi vida sin dejar rastro, ni lo serás nunca. Tú eres esa clase de persona que, como otras tantas, se marcha, pero con una diferencia: me enseñaste. Directa o indirectamente gracias a ti aprendí que, a veces, es mejor decir adiós. Aprendí a tirar el reloj por la ventana y a disfrutar de cada momento como si fuese a repetirse eternamente. Me ayudaste a formar mi yo de hoy y, por ello, desde la distancia, te doy las gracias.
Porque me di cuenta de que las personas especiales también se marchan de tu vida, pero siempre dejan huella.
Por todos aquellos especiales que se han marchado o lo harán. Ni siquiera el tiempo consigue borrar esta clase de recuerdos.