Sus pies se hundían en la suave arena húmeda a medida que avanzaba por la playa, mientras pequeñas gotas saladas acariciaban sus tobillos y, de vez en cuando, mojaban su vestido blanco. El sol comenzaba a dar pinceladas anaranjadas y la brisa hacía revolotear su pelo sin ton ni son.
Caminó durante no se sabe cuánto tiempo hasta que acabó por sentarse en la arena para contemplar la puesta de sol. Respiró profundamente y sonrió; adoraba ese olor, ese perfume a brisa marina que le daba una sensación de libertad increíble.
Fue entonces, en ese momento, cuando se agudizaron todos sus sentidos. Al principio no se había percatado pero, poco a poco, su mente fue recopilando detalles de ese lugar, llevándola a través del tiempo, hacia unos meses no tan lejanos que a ella le parecían eternos. Se recordó sentada sobre esa arena, dibujando cosas sin sentido sobre ella y haciéndole rabiar cada vez que lo salpicaba con el agua salada. Él. Él siempre permanecía a su lado contándole mil y una historias que ocurrían más allá de la línea del horizonte y abrazándola muy a menudo.
De repente, el lugar comenzó a impregnarse de todos y cada uno de esos momentos. Los recuerdos de aquel verano inolvidable la invadieron por completo, pero esta vez era diferente a las demás. Esta vez no tuvo que salir corriendo evitando, como siempre, al pasado. Esta vez continuó sentada, contemplando el atardecer y, aunque recordando, haciéndolo con una sonrisa bien dibujada en la cara. Y se alegró al ver que la historia de nunca acabar había llegado a su fin.
Ahora, era el momento de vivir nuevos atardeceres.